La seguridad es más que nada, una superstición. La vida es una aventura atrevida o no es nada. (Helen Keller)
Hace poco estuve en Seúl para atender a un congreso mundial sobre sostenibilidad. Nunca antes había ido a Corea del Sur y aunque hoy en día la globalización va ganando poco a poco terreno y cada vez cuesta más sorprenderse cuando se viaja a un sitio nuevo, Corea del Sur aún mantiene vivas muchas tradiciones y aspectos de su cultura, tan diferente a la nuestra, que merece la pena descubrir.
Sin embargo, hubo un dato que me impactó por encima de todo lo demás: Corea del Sur tiene una de las tasas de suicidios más altas del mundo, sobre todo en personas jóvenes. De hecho, el suicidio es la cuarta causa más común de muerte en el país. Esto llama especialmente la atención, si se considera que Corea del Sur es una de las economías más grandes del mundo, con un PIB anual por encima del de España y un buen nivel de calidad de vida.
Me explicaron que los jóvenes sufren grandes niveles de depresión, estrés y ansiedad, debidos al sistema de educación del país, que es muy competitivo.
Ya desde el colegio, los estudiantes están sometidos a mucha presión para acabar los primeros de su promoción y conseguir así entrar en las mejores universidades. Y durante la universidad, se esfuerzan sin descanso para acabar primeros y poder optar así a los mejores trabajos en las mejores empresas. El problema, es que al entrar al mundo laboral después de una educación y trayectoria tan competitivas, se encuentran que las empresas no los consideran mejores que otros universitarios de Japón, Singapur u otros países cercanos. Y haberse exprimido para brillar durante toda la carrera no les asegura un puesto bien considerado, pagado y permanente en ninguna empresa, sino los mismos contratos temporales que todo el mundo suele obtener al terminar.
Un profesor de la Universidad de Seúl, me comentó que un alumno suyo se había deprimido mucho al ver que tras todos sus años de esfuerzo, sólo había conseguido un contrato temporal de un año en una conocida multinacional, en lugar de uno permanente. Y eso le había desestabilizado por completo y le había destruido su autoestima. Y mientras lo oía, yo pensé: cuánta gente en España o en otros lados del mundo, estaría saltando de alegría con un contrato así…
Es un hecho que el desarrollo, la mejora de la economía y, en general, el avance del “Estado de Bienestar” han ido liberando de la pobreza a muchas regiones y han mejorado notablemente las condiciones de vida, si las comparamos con hace unas décadas. Pero también han acarreado consigo otra índole de problemas que hace unos años eran completamente impensables y que aún hoy en día cuesta entender.
Esperar la situación perfecta
Uno de esto problemas, es querer planificar cada detalle de nuestra vida y no dar nunca ningún paso en falso, hasta que tengamos la certeza absoluta de que todo irá del modo que hemos previsto.
Buscamos encontrar y atrapar la seguridad última y definitiva, queremos esperar a que se dé una situación perfecta para actuar y somos capaces de posponer decisiones importantes de nuestras vidas hasta que no creamos haberla alcanzado.
Por ejemplo, últimamente algunas parejas que están deseando tener hijos, deciden posponerlo y esperar a ser fijos en el trabajo, a comprar y terminar de pagar una casa, a acumular suficiente dinero por si ocurre algún percance…
Sabemos que planificar, hasta cierto punto, es de sabios y que “hombre precavido vale por dos” ¿Pero no estamos pecando de exceso de previsión?
¿Quién puede garantizarnos que nuestras previsiones – por bien meditadas y calculadas que estén – vayan a ser reales? Por mucho que lo intentemos, la vida funciona de forma compleja y nunca seremos capaces de prever todas las circunstancias.
Además, ¿no se ha dicho toda la vida que los niños vienen con un pan debajo del brazo? ¿Alguna vez les has preguntado a tus padres cómo fueron las circunstancias antes de que te tuvieran, si esperaron a que todo fuera perfecto? Te sorprendería ver los riesgos que corrieron.
Ellos no necesitaban esperar a la oportunidad perfecta, porque sabían que a veces ésta no se presenta nunca. Y muchas personas se quiebran cuando miran atrás y ven las cosas que nunca hicieron, por culpa de la inseguridad y un miedo irracional a lo desconocido y a lo que se escapaba de su control.
La seguridad absoluta

Que la seguridad absoluta no existe, es una de las lecciones que mejor recuerdo de la carrera.
En la asignatura de geotecnia, el profesor empezó a explicarnos los coeficientes de seguridad que se usan para el cálculo de muros de contención. Nos dijo: “- Algunos clientes preocupados, estarán dispuestos a pagar mucho más por una seguridad absoluta y 100% fiable. Pero seguiréis usando este mismo factor de seguridad. ¿Por qué? Porque es lo suficientemente bueno para cubrir todas las circunstancias normales y muchas extraordinarias y aunque triplicarais el coeficiente y el cliente se acabara gastando una fortuna en medidas alternativas, seguiréis sin poderle garantizar una seguridad absoluta”.
Otro ejemplo es el caso de Alemania con las centrales nucleares. Tras el desastre de Fukushima, Alemania se planteó la seguridad de todas sus centrales nucleares. Pero no decidió empezar ningún programa para triplicar la seguridad de las mismas, sino que ha empezado un programa para cerrarlas y desmantelarlas a medio plazo. Son conscientes de que el riesgo de que ocurra una situación extraordinaria que las pueda dañar, es pequeño pero no inexistente. Y en el poco probable caso de que algo ocurriera, duermen mejor no teniendo la central cerca, que protegiéndola con un triple muro de hormigón y plomo.
Y sin embargo, aunque en cuestiones técnicas sabemos y entendemos que nadie nos puede garantizar la seguridad absoluta, a nivel privado pensamos que cuando nos compremos una casa, nos casemos, nos hagan fijos en el trabajo y ya de paso nos toque la lotería, entonces podremos dar el paso a tomar la decisión que llevamos años posponiendo.
¿Cómo es posible que nos hayamos vuelto en tan poco tiempo, tan excesivamente precavidos?
Un amigo mío quería ser empresario desde que lo conocí. Pasamos años trabajando juntos en una empresa y no había semana que no mencionara la ilusión que le hacía y no diera un detalle de cómo lo iba a plantear. Cuando le preguntaba por qué no se lanzaba, siempre me contestaba con alguna respuesta, como que su novia se acababa de quedar en paro, que se iban a mudar y no tenía sentido cambiar de trabajo hasta que no estuvieran asentados, que estaba esperando crear una red suficientemente grande de contactos para poder empezar con ventaja, que se iba a casar…
Cuando su mujer se quedó embarazada, recuerdo que volvió a plantear el tema pero con un tono amargo: “¿y si lo apuesto todo y no funciona?“
No sé si algún día se decidirá a dar el paso y montar su propia empresa, pero estoy segura de que cada vez le resultará más difícil tomar la decisión.
Según va pasando el tiempo y uno se va acomodando a la seguridad del salario y de las condiciones conocidas – aunque no sean buenas – el miedo a arriesgarlo todo y empezar un negocio o hacer algún tipo de cambio importante, se va haciendo mayor. Y esto no sería ningún problema si fuéramos capaces de adaptarnos a esta circunstancia sin pensar en las cosas que no hicimos. Pero lamentablemente, siempre nos persiguen de forma más amarga las decisiones que no tomamos, que las que salieron mal.
Creo que una vez llegados a un nivel de planificación y control razonables, merece la pena despegarse de este modo de pensar por un instante, dejar el suficiente espacio para que la vida te sorprenda de vez en cuando y decirse a sí mismo: “lo voy a intentar y si no sale perfecto, pues ya veré lo que hago”. Como decía Manuel Machado: “-Que las olas me traigan y las olas me lleven y que jamás me obliguen el camino a elegir”.
Recuerda el proverbio:
Al final, todo acaba bien. Y si las cosas no están bien, es que aún no es el final
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