Que el tiempo es un bien demasiado escaso como para desperdiciarlo en actividades que no nos llenan o que no nos suponen un beneficio, es una obviedad.
Vivimos en la época más revolucionada de la historia, donde todo gira a gran velocidad; donde los medios de comunicación exigen nuestra atención y disponibilidad inmediata para cualquier banalidad; donde las tormentas de información amenazan con hundirnos y donde los grandes eventos de hoy quedan rápidamente olvidados mañana.
En la era de la inmediatez, nos hemos acostumbrado a conseguir en un clic y de forma instantánea, prácticamente todo lo que queremos.
Hemos olvidado que la paciencia siempre se ha considerado como una de las mayores virtudes y achacamos el “tener demasiado tiempo” a un rasgo de debilidad tanto personal como profesional.
Y a pesar de que cada día nos esforzamos por aprender nuevas reglas de productividad que nos permitan condensar – aún más – nuestras agendas, acabamos poniéndonos casi a diario un traje de culpabilidad por no conseguir lo esperado.
Malgasté el tiempo. Ahora el tiempo, me malgasta a mí (William Shakespeare)
Seguro que alguna vez te has sentido identificado con esta frase.
Quizá hoy en día las personas no lo expresen de forma tan poética. Pero que el tiempo pasa demasiado rápido y que es imposible cumplir todo lo que nos solemos proponer y sacarle a las horas el partido que queremos, es una de las quejas más comunes de nuestros días.
Si el dramaturgo alemán Johann W. Goethe pudiera echar un vistazo a nuestro modo de vida contemporáneo y al rito de vida tan frenético que llevamos, estoy segura de que nunca se le habría ocurrido decir una frase como: “el día es excesivamente largo para quien no lo sabe apreciar y emplear”.
¿Qué pensarías si alguien te dijera hoy en día que tiene demasiado tiempo y que sus días son demasiado largos?
Seguramente tu cerebro lo catalogaría de forma automática y sin darle muchas vueltas en la categoría de vago o persona poco interesante.
Por el contrario, estamos acostumbrados a oír o incluso decir prácticamente a diario frases como:
- “No puedo dividirme”
- “No tengo tiempo para nada”
- “El día sólo tiene 24 horas”
- “El día no da para más”
¿Te suena?
De hecho, resulta más sencillo identificarse con el conejo blanco de Alicia en el País de las Maravillas: “no tengo tiempo, no tengo tiempo, voy tarde, voy tardísimo”.
Siempre consultando la hora en el reloj, siempre corriendo y siempre tarde para sus importantes citas.
O incluso verse reflejado en la frase:
Si conocieras el tiempo tan bien como yo, no hablarías de perderlo
¿Y sabes quién la dijo?
Precisamente una de las personas menos cuerdas de todo el libro – El sombrero loco.
El tiempo ha perdido su dimensión y se ha ido distorsionando, hasta tal punto de que hemos olvidado que algunos procesos no se pueden acelerar y que tener paciencia es lo único que puede hacerse.
Hace poco me contaron una definición de Project Manager que decía:
“Un Project Manager es la persona que se cree que nueve mujeres pueden dar a luz un niño en un mes”.
Un amigo bromeó comentando que en realidad serían ocho mujeres, porque se podrían beneficiar de ciertas sinergias que aumentarían el rendimiento como mínimo un 10%.
Y aunque todos nos reímos, haciendo un pequeño examen de conciencia me di cuenta de que verdaderamente al gestionar un proyecto, solemos pensar que hoy en día todo puede hacerse de forma inmediata, que sólo se necesita invertir más recursos para que las cosas vayan al ritmo que esperamos.
¿Cuántas veces te han exigido en el trabajo algo para ayer?
¿Cómo es posible que una persona no ceda ante la presión de la eterna inmediatez y no acabe frustrándose cuando no es capaz de cumplir con todos los objetivos?
¿Por qué aunque estemos agobiados, nos sentimos ligeramente orgullosos cuando respondemos no tengo tiempo y nunca nos atreveríamos a hacer una confesión del tipo: sí, me sobra el tiempo para hacer todo lo que quiero.
A veces pienso que nos estamos equivocando en la forma de establecer nuestras prioridades y que todos necesitaríamos a alguien que nos obligara a parar de vez en cuando, nos librara del traje de la culpabilidad que nos empeñamos en vestir cada día y que se hace especialmente pesado cuando nos permitimos brevemente ser improductivos y nos volviera a enseñar cómo disfrutar de todo lo que ocurre a nuestro alrededor, mientras nos empeñamos en conducir a toda velocidad.
Como este atardecer, que tuve el lujo de pararme a observar ayer – por supuesto no sin sentir cierta culpabilidad, y sólo porque estoy de vacaciones.
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Desde que la vida es vida a la voluntad de hacer se le ha opuesto la rémora coceptual «no tengo tiempo» pero la
Biblia nos dice que hay un tiempo para todo «um tiempo para sembrar y un tiempo para recoger» y yo lo creo pero hay que armarse de orden y claridad.